yo mis pensamientos acres como el frufrú de la seda
de una camisa desabrochada hasta la cintura
nadie que me diga dónde o cómo
escabullirse de esta frondosa mirada especular
que espectacularmente nos deja al descubierto
pálidos y apenas tocados por la luz
como si nuestros gestos
fueran el ojo del caballo o el agua del pozo cuando amanece
nadie que nos diga venamí venamí
porque no hay quien
ni hilo
ni parca siquiera
que haga de un destino su propósito
aún si fuera para destruirlo
jueves, 11 de marzo de 2010
Desayuno el café ojeroso y me lo repito: estamos proletarizados por dentro. No son sólo los actos cotidianos en su milimétrica previsibilidad – actos ceñidos a un patrón tan estricto, que se cuentan con los dedos de una mano las ocasiones de una vida en las que el repertorio del hacer se desboca, salta al vacío o se incinera. No es eso lo que me preocupa. Un ocurrir más temible nos cincha a la sombra del burro que empuja el molino. Hacia lo alto y hacia lo bajo, nos avergüenzan las mismas impudicias, nos acalambran el estómago los mismos miedos, nos expectoran felicidad los mismos reconocimientos. El guión de las emociones que nos pueblan puede describirse con la exactitud y la monotonía de cualquier jornada de asalariado.
Podrían inventarse incontables canciones a la triste comicidad de este monopolio. Los celos, la generosidad, la ira, el arrepentimiento, la solidaridad... ¿Acaso son más que las marcas comerciales de los productos que consumimos a diario? ¿Acaso nos deben su existencia en algo más que no sea el repetido acto de elegirlas de las blancas góndolas, convencidos de nuestra libertad de demanda?
Estamos proletarizados y consumidos por dentro, y aún más patéticamente alienados por la pretensión de verdad que nos devora el sentir. En ocasiones, la agnición de este papel que se representa en mí se petrifica en carcajada intrusa, baldía, como una sucesión de aletazos congelados.
En este verano lento como la oscilación de un remolcador el sol no deja herencia sobre los hombros en ruina las cabezas cesantes los pródigos hermanos entre el arrullo del vino durmiendo bajo la cartografía de los carteles luminosos
¿Ves ese ascensor industrial?
El chirrido de sus poleas se parece al de mis pensamientos cuando carga palabras – contenedores de palabras fardos de palabras
Pequeñas motas blancas sobre el atardecer se anuncian como el moho de los duraznos que nadie quiso
Algunos recordamos el suave deslizarse de otro tiempo probablemente inexistente
el mar espejo de leche infinita el Sur granero de libertad pan y techo para cada quien pan y techo
pan y techo
a esas y otras afirmaciones que a veces repito como un retruécano frente a la desolación
Está la piel las maniobras imprudentes de la piel la piel vómito de flor que contabilizan oficinistas con sus inventarios de pieles en conserva pero también la piel vampiro que revive en las noches que hambrienta trinca a los paseantes no sabe de lástima
está la piel que suda estalactitas de moral
hay la idolatría de la piel de su materialidad superpuesta y palafreneros que la cepillan estetas abnegados
sus ojos son hexagonales de moscardón
uno muerto dos tres otro encuentra una rendija se me escapa
pero los obreros de la piel yo me humillo ante ellos porque aspiran a diluvios de otras pieles fraternales amadas justas de magníficos adentros
está la piel tuétano cocido entreguerras
la piel dorso de sí piel golondrina que sabe su camino y va piel irisada como espejo de mago
Es cuestión preguntar qué hay para no saberlo para imaginar al contenido de cada tacita o arteria en peligro de extinción pero qué hay es una buena pregunta es una señal que apela a que otra señal aparezca
lo mismo da un beso entre desconocidos que el filo del sable
creo que existo y eso es todo
esta tarde he estado muy sola entre una tripulación de ciudadanos
la complicidad de su conformismo me consumía lentamente
se ha pasado el día
cuando no hubo ya nadie en la calle
caminé toqué paredes de azulejos y otras de cal
mamparas que entibian como costas
oh! el sentir de la mano sobre todo el artificio cada corteza del mundo!
acaricié un espejo el reflejo de mi propia imagen resultaba especialmente claro
curioso
y quise entrar en mí
apoyé mi cuerpo contra el vidrio haciendo presión tal vez por horas
después seguí
(porque se sigue siempre)
repitiéndome pensamientos que no quisiera olvidar
pensamientos que se incrustan como esas sustancias que intoxican
“Yo me acordaré de ti, e iré a verte al cementerio con una flor y un perro.
Y en tu funeral cantaré en voz baja:
¡Qué bonito es un entierro!” Fando y Lis, Jodorowsky.
Escribo porque separarse del Verbo es dejar avanzar al Silencio. Porque el fin está acá, en este Silencio de pretensiones como no se hubo erigido otro nunca. Y van a oír. Escribo porque quiero dar testimonio, porque quiero esta vez ir más allá de lo prometido, de la camisa blanca de la locura y del aullido de los cormoranes. Y si respeto, aun sobre estas palabras, sin arrepentirme, el Silencio, el maldito tiempo que no pasa nunca, no es porque no me importe, no es porque haya olvidado. Sólo es porque me desmorono, y aunque acabe sucediendo, me resisto por principio. Sí, es cierto. Hay ocasiones en que es necesario romper con todo para entender un significado. Estoy a punto de morderme la mano (dicen que con el dolor la atención se concentra en un solo sitio, y por un instante nada más importa), pero suena el teléfono. Alguien del otro lado continúa diciéndome que lo tengo todo. No. Los pongo a todos en fila, contra un paredón, a ésos que dicen que lo tengo Todo. Pero en la realidad son ellos quienes me fusilan. Sí, esa lista creciente de jueces que sopesan mi dolor para darme sus planes de rehabilitación, sus palabras de aliento, su aliento a vómito de perro, sus ansias de triunfo porque... Suponen que se pueda triunfar. Pocos entienden el dolor. Pocos entienden que todo sea exceso y vértigo, un saltar a la cuerda en el borde de los barrancos. De nada vale nombrarles el bullir de la sangre, cómo el cuerpo toma fiebre de las entrañas hacia afuera, cómo aunque me empeñe en fingir, el torrente se filtra y la corriente de vacío se derrama por los ojos, diseminando noche y desconcierto. Cuando digo estas cosas me miran con esa expresión de cartílago hervido, tan característica, como si una empatía de molusco improvisado pudiera hacerles comprender todo. Así los días. Desde que el Silencio avanza, tan sólo hay valles de barro, cubiertos de pasto traicionero. Mentiras y huecos en los que sólo mi cara se expone al sol inmóvil, al brillo siniestro de los intercambios cotidianos. La gente hace como si nada. Vive como si nada, se espeja como si nada, mea como si nada, saluda como si nada. Yo sigo intentando limpiar el campo de enemigos, aunque al final me de cuenta de que son ellos los que me entierran a mí. De un modo en nada natural creo que probablemente hayamos inventado las pinzas más poderosas para arrancarnos el uno del otro, para mutilarnos como presas de carne y masticar a la misma mascota que día a día alimentábamos. La potencia destructora de ese empeño me corta la respiración, y sin respiración hay silencio, y el Silencio es el absoluto de la certeza. Puede irse hacia atrás, recorrer las etiquetas de cada una de las cajas donde se depositan las constancias de una vida, sí, puede hasta encontrarse el coraje de abrir alguna y recorrer con los dedos esos pedazos del ser que uno fue, que otro vio, que algunos supieron, pero nada hay que haga volver a las personas que entraron en el Silencio, porque nada hay sino convencimiento en el Silencio. Nada tiene ello que ver con la muerte. La muerte es transformación, mientras que el Silencio, es condena perpetua. El calabozo. En esa época, cuando soñaba durante el día, en un sueño continuo y que era aún más vívido por estar despierta, era el Silencio el que iba entrando en mí, recubriéndome en un avance continuo e imperceptible, como el reproducirse del musgo sobre la piedra. Llegué al punto en que al caminar por las calles, al entrar en las aulas, en los bares, en el subterráneo y hasta en las habitaciones llenas de parafina amorosa, ya no era capaz de ver ni de sentir más que a través de ese Silencio. Nadie había más que maniquíes. Gente muerta. Gente de telgopor que hacía y andaba y se reproducía. Perfiles de revista y alfileres. Yo continuamente también andaba y hacía, a pesar de mi voluntad. Algunas veces me imaginaba como a un gran reloj al que alguien hubiera dado cuerda, un reloj con un eje cilíndrico de dimensiones estrafalarias, que me vería morir sin detenerse. El insomnio del mundo pesaba sobre mí, y la sensación era tan real que me hubiera gustado poder decir que se trataba sólo de una metáfora. Como dije antes, para no pensar, escribía. Para no soñar, escribía. Buscar palabras era para mí como apuñalar una a una a las imágenes que aparecían en mi mente apenas bajaba la guardia. Avanzaba contra el Silencio, copulando con el ardor de la vida y de la muerte reunidas sobre una pila de escritos. Los escritos eran sentencias y todos llevan palabras como “considerando”, “visto” y “demostrado que”... El reloj funcionaba. Yo esperaba aquel instante en que todo se paralizara, en que el Silencio ganara por fin la partida o se rindiera por completo. Esperaba cualquier cosa, me daba lo mismo el resultado, porque esperaba que la espera misma se detuviera, que mañana fuera hoy, y que hoy fuera en todo, una Otra cosa. Una Cualquier Cosa, porque cualquier cosa era siempre mejor que esa fusión de espera y Silencio y desinfección.
sábado, 26 de septiembre de 2009
En una tarde de agosto en una tarde como pocas mecánica y fría del sudor de los perros
mi aliento condensado en cada exhalación nube diminuta de mí desapareciendo
se sabe donde buscar los amigos aparecen en el resto de vino de botella olvidada en las monedas al fondo del bolsillo descosido los amigos
esos paliativos de esperanza de coco prestos a caer frente al sediento
En una tarde en una tarde como pocas cuando recordaba nuestro adiós con la aspereza de las escamas que se tocan
a contrapelo
los amigos y ese presente injerto de carcajada de camino andado bajo el brazo nube interminable unida a mi cada respiración hecha vapor
Amo a las personas felices. Y como todo amor verdadero, en su médula se encuentra la más pura y espiritual envidia. Tengo tantos amigos y amigas que parecen felices, que me causa vértigo su recuento. Aparecen en la pantalla publicando sus fotos de familia sonriente, azucarada, con las mejillas que les brillan de sebo y de asados dominicales que se acompañan de jugo y coca cola. Amo a las personas felices que dicen no ser tan felices y para demostrarlo se quejan de que tienen problemas, de que no les escucha su pareja como debería, de que necesitan cambiar de trabajo, de que sus hijitos tienen cinco años y todavía se mean por la noche. Amo a las personas felices y a sus problemitas de hoja de otoño, que caen para renacer cada septiembre. Sí, definitivamente amo a esas personitas que tienen no sólo tiempo sino voluntad para ocuparse sobre qué curso les conviene tomar a partir de marzo, a las que les interesa cocinar mejor, relajarse más, beber agua hasta el espasmo estomacal y comerse a rajatabla lo último que la propaganda designa como saludable. Amo y envidio a esas personas.
Las amo tanto, que las mataría limpiamente, a cañón de automática con silenciador, tan sólo porque me dejaran un maldito lugar en el podio que ocupan con injuriante naturalidad. Sí, las aniquilaría con tal de que me permitieran apostarme en el maldito rinconcito en el que te dan marido y sonrisas, cansancio a las once de la noche, sábanas limpias y un par de revolcones por semana. Revolcones asegurados, eso es. Compañía asegurada, eso es. Auto en cuotas ¡eso es! Domingos en el club ¡eso es! Actos escolares de mamá y papá ¡eso, eso es lo que es! ¡Ah! Pero no hay que gritarles a los pájaros como si fueran extranjeros. Son de aquí, de esta tierra, de esta ramificación obsecuente de arterias y venas y delicados hilitos de circulación por los que late cada una de las células, cada una de las aspiraciones de mugrosa felicidad burguesa. ¿Cómo ir hacia el rojo absoluto? El rojo absoluto, y no sólo el de la sangre, sino el del deseo y la moral. Lo dicho me recuerda a Tristán Tzara. Es cierto, la vida es un alce malva sobre un campo de atunes. Queda enterarse, nada más.
Pasado el atardecer con la humedad descendiendo en ahogo conocido subir y bajar las escaleras del subterráneo como quien anda entre hileras de cañaveral sano ejercicio andar sano ejercicio la insensibilidad dos niñitos me sonrieron el vagón era un gran útero y allí nadábamos en instantes de ínfimos deseos cerrar los ojos descubrir algún zapato interesante olvidar olvidarlo todo como que la vida sigue y que se sabe cómo seguirá
Llueve dócilmente cuando me aproximo (Doy fe: la noche se ensancha como una afirmación)
Y esta noche de blablabeo sabe a ventana y a sótano a adioses y a otras cosas tersas e irremediables
se deslizan gotitas
esas pequeñas lentejuelas de la noche vienen a calzarme un guante mojado de porqués
yo camino sabiendo que andar sin destino puede ser incómodo pero ya nadie se atiene a lo fácil
hay demasiados locos demasiados poetas demasiados sonámbulos transfigurados
las cosas muestran su reverso
(¡y cómo!)
ahora lo difícil es vivir fácilmente despojados de preguntas que se fabrican y fabrican que nos hunden y nos funden preguntas hidras policéfalas en serie en venta y en oferta ah! las cosas!
ah! las cosas...
todo lo expuesto es un abismo que doblo en tres movimientos
uno: tuerzo la llave hacia el lado incorrecto dos: busco con qué saldar la infracción tres: ante la insolvencia me endeudo hasta los tobillos y marcho a gatas hacia un empezar que no existe
lunes, 13 de abril de 2009
Te vas, montaña mía y como de un arco iris me queda apenas tu azul perfilado en contorno de pluma
Montaña grupa y
dentadura de mi cielo te vas cuando me voy y me voy hacia el atrás de la infancia mi pobre y tonto premio sin consuelo canario que salta de un palito a otro en su jaula
Te amo porque amo las roturas y así me rompo en un aire que más que llano es doliente y beso tu pelo hecho de piedras semejante al peso de la ternura