jueves, 11 de marzo de 2010


Desayuno el café ojeroso y me lo repito: estamos proletarizados por dentro. No son sólo los actos cotidianos en su milimétrica previsibilidad – actos ceñidos a un patrón tan estricto, que se cuentan con los dedos de una mano las ocasiones de una vida en las que el repertorio del hacer se desboca, salta al vacío o se incinera. No es eso lo que me preocupa. Un ocurrir más temible nos cincha a la sombra del burro que empuja el molino. Hacia lo alto y hacia lo bajo, nos avergüenzan las mismas impudicias, nos acalambran el estómago los mismos miedos, nos expectoran felicidad los mismos reconocimientos. El guión de las emociones que nos pueblan puede describirse con la exactitud y la monotonía de cualquier jornada de asalariado.  
Podrían inventarse incontables canciones a la triste comicidad de este monopolio. Los celos, la generosidad, la ira, el arrepentimiento, la solidaridad... ¿Acaso son más que las marcas comerciales de los productos que consumimos a diario? ¿Acaso nos deben su existencia en algo más que no sea el repetido acto de elegirlas de las blancas góndolas, convencidos de nuestra libertad de demanda?   
Estamos proletarizados y consumidos por dentro, y aún más patéticamente alienados por la pretensión de verdad que nos devora el sentir. En ocasiones, la agnición de este papel que se representa en mí se petrifica en carcajada intrusa, baldía, como una sucesión de aletazos congelados.