martes, 6 de octubre de 2009

transmigración:


“Yo me acordaré de ti, e iré a verte al cementerio
con una flor y un perro.

Y en tu funeral cantaré en voz baja:
¡Qué bonito es un entierro!”
Fando y Lis, Jodorowsky.


Escribo porque separarse del Verbo es dejar avanzar al Silencio. Porque el fin está acá, en este Silencio de pretensiones como no se hubo erigido otro nunca. Y van a oír. Escribo porque quiero dar testimonio, porque quiero esta vez ir más allá de lo prometido, de la camisa blanca de la locura y del aullido de los cormoranes. Y si respeto, aun sobre estas palabras, sin arrepentirme, el Silencio, el maldito tiempo que no pasa nunca, no es porque no me importe, no es porque haya olvidado. Sólo es porque me desmorono, y aunque acabe sucediendo, me resisto por principio. Sí, es cierto. Hay ocasiones en que es necesario romper con todo para entender un significado.
Estoy a punto de morderme la mano (dicen que con el dolor la atención se concentra en un solo sitio, y por un instante nada más importa), pero suena el teléfono. Alguien del otro lado continúa diciéndome que lo tengo todo. No. Los pongo a todos en fila, contra un paredón, a ésos que dicen que lo tengo Todo. Pero en la realidad son ellos quienes me fusilan. Sí, esa lista creciente de jueces que sopesan mi dolor para darme sus planes de rehabilitación, sus palabras de aliento, su aliento a vómito de perro, sus ansias de triunfo porque... Suponen que se pueda triunfar.
Pocos entienden el dolor. Pocos entienden que todo sea exceso y vértigo, un saltar a la cuerda en el borde de los barrancos. De nada vale nombrarles el bullir de la sangre, cómo el cuerpo toma fiebre de las entrañas hacia afuera, cómo aunque me empeñe en fingir, el torrente se filtra y la corriente de vacío se derrama por los ojos, diseminando noche y desconcierto. Cuando digo estas cosas me miran con esa expresión de cartílago hervido, tan característica, como si una empatía de molusco improvisado pudiera hacerles comprender todo.
Así los días. Desde que el Silencio avanza, tan sólo hay valles de barro, cubiertos de pasto traicionero. Mentiras y huecos en los que sólo mi cara se expone al sol inmóvil, al brillo siniestro de los intercambios cotidianos. La gente hace como si nada. Vive como si nada, se espeja como si nada, mea como si nada, saluda como si nada.
Yo sigo intentando limpiar el campo de enemigos, aunque al final me de cuenta de que son ellos los que me entierran a mí.
De un modo en nada natural creo que probablemente hayamos inventado las pinzas más poderosas para arrancarnos el uno del otro, para mutilarnos como presas de carne y masticar a la misma mascota que día a día alimentábamos. La potencia destructora de ese empeño me corta la respiración, y sin respiración hay silencio, y el Silencio es el absoluto de la certeza. Puede irse hacia atrás, recorrer las etiquetas de cada una de las cajas donde se depositan las constancias de una vida, sí, puede hasta encontrarse el coraje de abrir alguna y recorrer con los dedos esos pedazos del ser que uno fue, que otro vio, que algunos supieron, pero nada hay que haga volver a las personas que entraron en el Silencio, porque nada hay sino convencimiento en el Silencio. Nada tiene ello que ver con la muerte. La muerte es transformación, mientras que el Silencio, es condena perpetua. El calabozo.
En esa época, cuando soñaba durante el día, en un sueño continuo y que era aún más vívido por estar despierta, era el Silencio el que iba entrando en mí, recubriéndome en un avance continuo e imperceptible, como el reproducirse del musgo sobre la piedra.
Llegué al punto en que al caminar por las calles, al entrar en las aulas, en los bares, en el subterráneo y hasta en las habitaciones llenas de parafina amorosa, ya no era capaz de ver ni de sentir más que a través de ese Silencio. Nadie había más que maniquíes. Gente muerta. Gente de telgopor que hacía y andaba y se reproducía. Perfiles de revista y alfileres.
Yo continuamente también andaba y hacía, a pesar de mi voluntad. Algunas veces me imaginaba como a un gran reloj al que alguien hubiera dado cuerda, un reloj con un eje cilíndrico de dimensiones estrafalarias, que me vería morir sin detenerse. El insomnio del mundo pesaba sobre mí, y la sensación era tan real que me hubiera gustado poder decir que se trataba sólo de una metáfora. Como dije antes, para no pensar, escribía. Para no soñar, escribía. Buscar palabras era para mí como apuñalar una a una a las imágenes que aparecían en mi mente apenas bajaba la guardia. Avanzaba contra el Silencio, copulando con el ardor de la vida y de la muerte reunidas sobre una pila de escritos. Los escritos eran sentencias y todos llevan palabras como “considerando”, “visto” y “demostrado que”...
El reloj funcionaba. Yo esperaba aquel instante en que todo se paralizara, en que el Silencio ganara por fin la partida o se rindiera por completo. Esperaba cualquier cosa, me daba lo mismo el resultado, porque esperaba que la espera misma se detuviera, que mañana fuera hoy, y que hoy fuera en todo, una Otra cosa. Una Cualquier Cosa, porque cualquier cosa era siempre mejor que esa fusión de espera y Silencio y desinfección.

2 comentarios:

  1. Concuerdo......el silencio reune al rebaño de hipócritas y lo obliga, incredulamente, a pastar en el gélido témpano de una conciencia muerta.

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